domingo, 22 de mayo de 2016
Hombre que escribe a la muerte
Uno también calcula el tiempo de su propia muerte. El mío, bueno, el de casi todos, está condicionado por el trabajo. Y depende del trabajo nuestro servil acceso a la muerte, porque ni siquiera la recibimos con dignidad sino como consecuencia de una enfermedad, sea cual fuere, generalmente. Y se preguntarán, ¿qué hace un oficinista al borde del atontamiento rutinario pensando sobre la muerte? Fácil. Mi supuesta vida ha sido propiedad de esta maldita empresa (no daré su nombre; en general, todas son grandes cementerios), así que, lo único que me mantiene cuerdo en medio de la locura de este orden han sido mis diversas divagaciones sobre la muerte, mi libertad última, la de todos. ¿Qué no he pensado en el suicidio? Por supuesto que lo he hecho. Simplemente no me gusta lo que acarrea esa muerte voluntaria: o me vuelvo mártir o cobarde; y ninguno de esos calificativos podrían elevar mi odio hacia la rutina de esta detestable empresa a una especie de manifiesto. Sé que mi posición finita en el engranaje de esta empresa, de mi posible sustitución por alguien joven a quien succionarle los sueños (materia prima de toda institución) y la intimidad (propiedad, actualmente, del público en general), principalmente invadida por el voyerismo de la tecnología. Sé también lo miserable de la existencia a partir del trabajo (trabajo, luego, supuestamente, existo) y de la hipocresía que de esta se genera debido a que el ser del individuo queda desplazado por sus posibilidades de adquisición de capital. Yo he sido capaz de entender estas situaciones a la que muchos llaman relaciones humanas: cariño, amor, tristeza...en base a lo que he experimentado; porque, vivir, solamente es una palabra sujeta a varias interpretaciones, al igual que todas las que construyen nuestro idioma. Tristeza puede que me signifique un estado de ánimo relacionado con esa palabra, es decir, acongojamiento y sensación de infelicidad; probablemente para otras personas, tristeza, sea su contrario. Mi tristeza es mi taza vacía para el café cada mañana que llego a la oficina, mi terno gris que combina con el ambiente pesado y automatizado de mi cubículo, mi silla reclinable y vieja que me permite ver el mismo cielo falso lleno de puntos (cada cielo tiene, de alguna forma, muchas estrellas que contar) que me distrae un poco de las luces fluorescentes que me recuerdan a los anfiteatros. Sí, todo en esta estúpida empresa se configura para matarte el espíritu, o por lo menos, desaparecerlo momentáneamente. Ya con el espíritu muerto, sólo queda lugar para las divagaciones.
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