Me mastican cada Semana Santa entre sus fauces
benefactoras. Al igual que el lucero, únicamente tienen libre su cuerpo de la
cintura para arriba mientras agitan sus alas invisibles en celebración a la
traición gastronómica e infausta de su mezcla ritual. Profanan, desafiando al
tiempo, sus ataduras terrenales para convertirlas en glotonería celeste,
alabanza laboriosa. Acepté de manera libre enrumbarme hacia las puertas del
infierno sellando con un beso mi destino, muy a pesar de mi Maestro, con quien
comparto mi suicidio. ¿O acaso habré explotado luego de que en campo abierto
manchara con mi sangre y tripas el suelo? En ella germinó la semilla de mi
revolución, de mi maldición, por generaciones reinando como discípulo favorito,
leguminosa representación de purificación.
La obediencia es un acto sagrado, razón por la cual,
en mi, reposaron cargas juzgadas endebles, pero tortuosas, conflictivas e
inmutables. No existió vacilación: a través de mi el Espíritu Santo se
liberaría de la carne para alcanzar los cielos. Así fue, y así se hizo. En mi
el Verbo tuvo su lugar en la historia. Fue en mí que conoció la infamia; la
hipóstasis del Verbo fue dinero y afecto, su lugar en la divinidad tuvo que
transitar por mi Cocito, mi lamento dio luz a su corazón. La Omnipotencia es en
verdad la voluntad humana, y yo hice cumplir su redención con mi condena: mi clamor
fue una preparación laboriosa, falta de codicia y llena de renuncia absoluta. Debido
a esto pertenezco al círculo de aquellos realmente invitados a la mesa del
Señor, lugar reservado para los pocos sincretismos clericales absurdos,
extraños y extremadamente humanos, para la gloria de Dios.
El Maestro se mofaba de nuestra confusión y devoción,
quizás para aligerar su carga de manera sardónica, aunque nosotros jamás nos
opusimos a sus acciones ni a su palabra. ¿Habremos sido reales hermanos e hijos
de su divina voluntad? ¿Habrá sido su figura humana la encargada de contradecir
los designios divinos? Él reía de nuestra confusión pues él mismo se encontraba
en una encrucijada. Mis hermanos se mostraban molestos, a excepción de mí: era
Él la luz del Barbelo, el Uno Infinito; era de Él la potestad de la felicidad
eterna, no de un simple mortal como yo. Me convertí en la estrella que guiara
su camino hacia la inmortalidad a través del misterio de mi traición, sellando
mi amor con un beso.
-
Tú
me traicionarás.
-
Jamás
lo haría. Yo te amo, Maestro.
-
Es
por eso que cumplirás con lo que te pido. Así está escrito y así se hará.
-
¿Y
si me niego?
-
Condenarás
a todos.
-
Me
odiarán para siempre si lo hago.
-
¿Dudas
acaso de la voluntad de mi Padre?
-
Dudo
de mi, Maestro.
-
Eres
tú mi discípulo más amado, y cumplirás con mi palabra, a pesar de que te maldigan.
-
No
lo haré, Maestro. No soportaría la idea de verte morir.
-
He
explorado el alma humana, y a veces siento que Dios únicamente es una voz
atrapada en mi cabeza. También he dudado. Satanás siempre susurra a mi oído
falsas promesas y designios, pero sé que mi misión final pesa sobre ti una cruz
más grande que la que yo he aceptado cargar.
-
No
lo haré, Maestro. Eres mi Padre y mi Madre, eres luz, ¿cómo habría de enviarte
a la muerte? No quiero convertirme en tu abismo.
-
Sin
ti, el plan de Dios no podría darse. En el huerto de Getsemaní me entregarás,
me venderás por treinta monedas de plata y así se cumplirá mi destino: morir
para el perdón de los pecados.
-
¿Por
qué me has escogido a mí, Maestro? ¿Por qué no le das esta tarea ruin a alguien
más?
-
Porque
tú eres el Redentor del mundo, yo soy un simple instrumento de Dios.
-
Pero,
Maestro: ¡Tú eres el Mesías! ¡Aquel que traerá la Salvación y la Redención al
Mundo! Yo solamente soy un humano más, ¡tú eres divinidad y amor infinitos!
-
Y
es por ese mismo amor que te he escogido: superaré la tentación de vivir
terrenalmente para, con mi muerte mortal, vivir en la eternidad de los cielos.
También morirás y compartirás conmigo la Gloria de los Cielos.
Yo presencié el flevit
super illiam luego de marcharnos del Monte de los Olivos y me preparé para
lo que vendría durante su entrada triunfal en Jerusalén; fui testigo del dios
furibundo que expulsó a los mercaderes del templo en un arrebato incontrolable
de ira y asco, de coraje y total odio; participé en el lavatorio y desde ese
instante pude sentir en las manos del Maestro los estigmas; comí junto a Él por
última vez y cumplí con su mandamiento del amor: mi indiferencia ante su
inminente muerte; fui por las treinta monedas de plata y llevé a los miembros
del Sanedrín hacia el Mesías y, al besarlo, supe que cumplía con la voluntad de
Dios, aunque esto me significara el Infierno. Me atormenté, mi consciencia se
encontraba poluta y el peso fue demasiado como para continuar viviendo.
Desde entonces me acompañan la negación, el adulterio,
la pobreza, la opulencia, los milagros, las lágrimas, la armonía y la sanación.
Aquellos con quienes comparto el templo de los manjares se encuentran
encarnados en la humildad de los frutos de la tierra: choclo, habas, zapallo,
fréjol, bacalao, cebolla, leche y hierbas aromáticas. Yo, el altramuz, la
traición. Ninguno de mis hermanos me acompaña en esta reunión culinaria, a
excepción de Pedro. María Magdalena, San Francisco de Asís, Los Tres Reyes
Magos, la Virgen María y Fray Martín de Porres se reúnen junto a mí para
conmemorar la Pasión de Cristo, de la cual fui su arquitecto. Es a través de mí
que el Mesías pudo llegar a salvarnos; fue por mí que el Rey de Reyes ocupó su
lugar a la derecha del Padre. Yo soy la real encarnación del Mesías.