El baterista de Los Tigres Voladores ahora toma wanchaka con pipa o jugo de toronja mientras escucha a dos niños, uno de 8 y otro de 12 años, cantar rancheras a todo pulmón para su diversión. Aún conserva en su rostro alguna alegría por haber tenido un pasado lleno de emociones fuertes y peleas en La Marín, en la 24 de mayo mientras ponía ayoras en las Wurlitzers, en ligas de fútbol barriales en las que escuchaba decirles monos hijueputas a dos de sus hermanos únicamente por ser costeños, pintas y buenos jugadores -"Karateca ataca en Liga Barrial" rezaba el titular sensacionalista de algún periodicucho popular- o mientras caminaba a San Diego, golpeado y sangrando, con el fierro en el cinto, a casa de Mama Lucha como muestra de su valentía beoda. El baterista es más macho que canción de Juan Gabriel, y tan sentimental como las rockolas de Cecilio Alva o Naldo Campos, por eso no le importa llorar mientras recuerda su pasado y mira su casa, la de su tercera pareja probablemente, con dos parlantes estrepitosos para cualquier chupe repentino, las pancartas de su hijastra candidata a Reina de Pueblo, y sus cuñados y amigos quienes únicamente aprueban su buen gusto, heredado culturalmente por la televisión y el internet, nombrando a sus hijos con nombres tan creativos como Esneider o Bienvenido, utilizando ropa de marca y cantando a todo el mundo su cualidad de buena pinga y puñete duro. El baterista ha pasado casi tres días bebiendo sin parar, y, a pesar de que su dolor de estómago pueda ser provocado por una gastritis, él sabe que la única Frontera es la botella de caña destilada, mediadora de su salud y de su sueño.
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