El color rojo tiene la particularidad de representar, a
través del ojo humano, una cantidad infinita de ficciones que uno inventa por
la sensación directa de este color con la emotividad que estalla en la pupila,
algo fuerte, imprevisto, atrayente, que convierte a quien esté cubierto de este
color, de cualquier forma, en un ente pasional extraño. La alerta que causa el
color rojo en nuestra visualidad es una ambigüedad: peligro disfrazado de
pasión, alerta expuesta como mandato de pausa, atracción – repulsión cuando los
labios se pintan de sangre. Mientras la biela lleva sangre al corazón,
fortaleciéndolo, como espinaca utilizada para llevar oxígeno a sus lugares más
dañados, la luz roja del bar cubre a quienes se encuentran en su parte
posterior, en las “camas”, lugares cubiertos de viejas alfombras sucias, donde uno
puede sentirse como el más miserable de los
sultanes criollos mientras sufre de calambres en las piernas por adoptar las
más diversas posturas para poder sentarse; ahí, cubierto por esa luz
peligrosamente atrayente, el azar obró a favor de la memoria para recordar la
última vez que un par de labios rojos sonrieron perversamente a través de un vaso
de cerveza para decirme: ¿Otro combo? La luz roja, la biela y los labios son
parte de un mismo síntoma: saudade. Todo artefacto sentimental ideado por la
mente. Efímero.
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