Que no te sorprenda que después de haber vivido casi más dos siglos sobre la faz de este planeta siga teniendo la misma idea sobre él: toda la sociedad se mueve en base a mierda y nunca nadie ha sido verdaderamente capaz de significarse por sí solo. Sé que me dirás que necesitamos de los otros para encontrarnos, como dijo Rimbaud: "Yo es Otro", pero, ¿qué pasa cuando ni siquiera entendemos algo de nuestro ser individual? No hay miedo más grande que el que nos impulsa a performarnos constantemente. ¿Por qué? Porque verdaderamente tememos a lo que somos por dentro, a las diferentes vidas que hemos almacenado con nosotros y que siguen siendo ellas, pero, nada que nos dé un indicio para decir: este soy yo.
Soy el único humano (si es que aún me puedo considerar como tal) que ha podido conocer lo miserable de la inmortalidad. Desde que debí aislarme para que nadie se enterara de mi condición, debido a que resulta que jamás envejeceré ni enfermaré y prácticamente los charlatanes me considerarían una especie de vampiro, leyenda, piedra filosofal, alquimista...he viajado por todo este planeta y he conocido lugares que jamás nadie podrá explorar en su corta vida. Al nacer en 1809, en vísperas de la independencia en Quito, el grito por vivir ya me había sido arrebatado de antemano. A los 21 años, después de haber explorado el viejo continente, mientras aún todos los seres humanos éramos cosmopolitas de alguna forma, supe que la muerte se había olvidado de mi. En 1830 me batí a duelo con un joven majará en Italia debido a mi sempiterno infortunio de enamorarme de quien no debo. En este caso, luché por Susannah Jackson, joven parisina de origen irlandés a quien había conocido mientras lloraba mi infortunio inmortal al río Sena. El majará logró, de una manera muy precisa, cortarme el cuello para morir lentamente. La sangre apareció, pero ningún túnel se anticipó a mi mirada para dirigirme hacia él. Durante la confusión del majará, logré vencer decapitándolo. Anna, como me pidió que la llamara, me decía que muy probablemente no muriera porque, después de hacer el amor esa misma noche, al abrazarme, no escuchó ningún sonido en mi pecho que le delatara alguna señal de vida. El pálpito estaba ahí, pero no había vida. Me explicó que mi corazón quizás funcionara como un eterno reloj al cual no es necesario darle cuerda y que no le parecía ridículo el proclamar que yo era el tiempo personificado. Le pedí que me diera un nombre nuevo, y en su traviesa imaginación supo imaginarme uno totalmente único y acorde a mi situación de inmortal anormal, como todos los dioses: Cronos Amón. Ambos, literalmente, dioses del tiempo y del destino.
No entraré en otros detalles que han acompañado mi vida durante todo lo que he vivido. Me pareció correcto el explicarte algo de mis inicios y sé que con eso bastará. Si me pusiera a narrar mi vida específicamente, tendría que escribirte una carta gigantesca de varios volúmenes de extensión. Ahora que he disipado esa interrogante puesto que no quiero que me consideres un cuentero sino un charlatán (entiéndase como alguien que cuenta cosas que no debería contar), te explicaré el porqué tu siglo me parece el más decadente de todos.
Con el aparecimiento de las redes sociales, el ser humano ha puesto su intimidad al alcance de todos y como propiedad común de una compañía a la cuál uno avala para hacer y deshacer de nuestra imagen como bien le parezca. Somos los ratones de laboratorio que la posmodernidad necesita y ha creado: dóciles, frágiles e idiotas. En mi supuesta inmortalidad (porque aún no sé si moriré de alguna forma) he logrado entender que los seres humanos son los elementos más execrables de este planeta; es por eso que su cobardía debe de ser objeto de lujo a través de comentarios mal fundados aún cuando tienen toda la información y la historia del planeta al alcance de sus manos: se creen omniscientes en su ignorancia, lo cual refleja lo patéticos que son para alcanzar algo.
El siglo XXI lleva consigo la falsa imagen de progreso. Por eso puedes ver como contínuamente las compañías te ofrecen nuevos aparatos tecnológicos para sedarte y creer tontamente que la acumulación de tecnología, cualquiera que sea su forma, te convierte en un falso cosmopolita. Hasta la lucha se ha vuelto pasiva. Creen que tweets o posts en facebook lograrán un cambio a través de la visibilización, pero, si no se une la praxis a este aspecto, no se ha hecho absolutamente nada al respecto. Se ha creado el fenómeno de convertir al arte en objeto de la mercantilización y la ignorancia. Nadie sabe el porqué de las cosas y solo se contentan con saber el para qué, la utilidad. Nos hemos convertido en el molde perfecto para la estupidez globalizada, la cual se populariza y ridiculiza a quienes, de alguna manera, quieren escapar del sistema integral moderno.
El miedo, aunque creas lo contrario, se ha internalizado mucho en los individuos. ¿Me aceptarán? ¿Es esta foto la adecuada para venderme y presentarme falsamente? ¿Deberé adaptarme a la moda para ser alguien? La performatividad que acompaña este siglo no es sinónimo de libertad. Somos nosotros porque, en los otros, hemos visto inevitablemente un fin último, homogéneo, natural. El falso discurso de diversidad, progreso e inclusión son las piedras base de este siglo que nos ha tocado vivir.
En mi inmortalidad he descubierto que, inevitablemente, todos nosotros somos redimidos por la muerte. En mi caso particular, continuaré caminando por este odioso purgatorio, pero no sin antes sacudir a tu siglo decadente esperando, falsamente esperanzado, algo mejor.
sábado, 28 de mayo de 2016
viernes, 27 de mayo de 2016
Astronomía: El último rock n' roll
Las estrellas son otros cadáveres que miramos con atención. Al igual que los seres humanos, representan nuestra memoria, nuestra transformación hacia un estado de materia superior.
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Johnny "Boogie" LaMarr sostenía con su mano izquierda los borbotones de sangre que salían de su ombligo; al parecer, su rival, Dean Bogart, quien se arrastraba por el suelo apretando fuertemente su cuello debido al corte que Boogie logró hacerle cuando se distrajo al ver de reojo a su amada Leila, pudo abrirle el panal de abejas que zumbaban a través de su boca y que lo incomodaban sólo por el mero hecho de existir. Boogie se tambaleaba de lado a lado con cada paso sin fuerza que daba; trataba de dirigirse a su motocicleta, igual a la que utilizó Marlon Brando en "The Wild One", para sacar una pistola y así poder terminar con Dean. Leila se encontraba petrificada mirando a la luna con temor de ver hacia atrás, hacia los futuros cadáveres, y convertirse en estatua de sal, arrepentida.
Dean tenía su mirada fija en el gran charco de sangre que creaba en el suelo; hubiera querido gritar endemoniadamente, pero la herida se lo impedía, además, cada vez que abría su boca, chorreaba la sangre purpurina, color impuesto por el gran espejo celeste. La adrenalina ya empezaba a surtir efecto; sabía que, inevitablemente, moriría, pero no iría al infierno solo. Con su pañuelo negro apretó la herida en su cuello, agarró su navaja de bolsillo, media hundida en su propia sangre, y con lo último que le sobraba de vida, salió corriendo hacia Boogie gritando: "Now you're gonna dance with the devil!" (¡Ahora correrás con el diablo!) Boogie ya se encontraba en su motocicleta; miró por última vez a su viejo amigo y murmuró para si: "Just gimme some kind of sign, girl." (Dame alguna especie de señal, chica.), esperando a que, por alguna razón, Leila regresara a ver. Suspiró mientras sonreía y cerraba los ojos. Al abrirlos, como un lobo, Dean corría para rematar a su presa con una sola puñalada, el hambre con furia directa al corazón. Boogie sonreía por alguna razón muy oculta en su última respiración; la noche le parecía hermosa, el aire estaba lleno de ella y a Boogie no le importaba morir a través del último túnel, el del amor, el ciego esperanzador contínuo.
Su pistola ya estaba cargada; no se preocupó por las municiones, sabía que no le fallarían, además, sólo le bastaba un tiro a la cabeza para terminarlo rápido y poder irse con alguna satisfacción de este mundo. Vería el derrumbe, el colapso, ya no podía no ver a los dos fénix muriendo, matándose, renaciendo para ella. Leila, al darse media vuelta, vio la pintura más trágica posible, la explosión del corte, la punzada explosiva: la muerte de dos estrellas. Ahora sabía que la tragedia es universal, finita, en constante nacimiento. Morían Boogie y Dean haciendo su último rock n' roll.
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Johnny "Boogie" LaMarr sostenía con su mano izquierda los borbotones de sangre que salían de su ombligo; al parecer, su rival, Dean Bogart, quien se arrastraba por el suelo apretando fuertemente su cuello debido al corte que Boogie logró hacerle cuando se distrajo al ver de reojo a su amada Leila, pudo abrirle el panal de abejas que zumbaban a través de su boca y que lo incomodaban sólo por el mero hecho de existir. Boogie se tambaleaba de lado a lado con cada paso sin fuerza que daba; trataba de dirigirse a su motocicleta, igual a la que utilizó Marlon Brando en "The Wild One", para sacar una pistola y así poder terminar con Dean. Leila se encontraba petrificada mirando a la luna con temor de ver hacia atrás, hacia los futuros cadáveres, y convertirse en estatua de sal, arrepentida.
Dean tenía su mirada fija en el gran charco de sangre que creaba en el suelo; hubiera querido gritar endemoniadamente, pero la herida se lo impedía, además, cada vez que abría su boca, chorreaba la sangre purpurina, color impuesto por el gran espejo celeste. La adrenalina ya empezaba a surtir efecto; sabía que, inevitablemente, moriría, pero no iría al infierno solo. Con su pañuelo negro apretó la herida en su cuello, agarró su navaja de bolsillo, media hundida en su propia sangre, y con lo último que le sobraba de vida, salió corriendo hacia Boogie gritando: "Now you're gonna dance with the devil!" (¡Ahora correrás con el diablo!) Boogie ya se encontraba en su motocicleta; miró por última vez a su viejo amigo y murmuró para si: "Just gimme some kind of sign, girl." (Dame alguna especie de señal, chica.), esperando a que, por alguna razón, Leila regresara a ver. Suspiró mientras sonreía y cerraba los ojos. Al abrirlos, como un lobo, Dean corría para rematar a su presa con una sola puñalada, el hambre con furia directa al corazón. Boogie sonreía por alguna razón muy oculta en su última respiración; la noche le parecía hermosa, el aire estaba lleno de ella y a Boogie no le importaba morir a través del último túnel, el del amor, el ciego esperanzador contínuo.
Su pistola ya estaba cargada; no se preocupó por las municiones, sabía que no le fallarían, además, sólo le bastaba un tiro a la cabeza para terminarlo rápido y poder irse con alguna satisfacción de este mundo. Vería el derrumbe, el colapso, ya no podía no ver a los dos fénix muriendo, matándose, renaciendo para ella. Leila, al darse media vuelta, vio la pintura más trágica posible, la explosión del corte, la punzada explosiva: la muerte de dos estrellas. Ahora sabía que la tragedia es universal, finita, en constante nacimiento. Morían Boogie y Dean haciendo su último rock n' roll.
domingo, 22 de mayo de 2016
Hombre que escribe a la muerte
Uno también calcula el tiempo de su propia muerte. El mío, bueno, el de casi todos, está condicionado por el trabajo. Y depende del trabajo nuestro servil acceso a la muerte, porque ni siquiera la recibimos con dignidad sino como consecuencia de una enfermedad, sea cual fuere, generalmente. Y se preguntarán, ¿qué hace un oficinista al borde del atontamiento rutinario pensando sobre la muerte? Fácil. Mi supuesta vida ha sido propiedad de esta maldita empresa (no daré su nombre; en general, todas son grandes cementerios), así que, lo único que me mantiene cuerdo en medio de la locura de este orden han sido mis diversas divagaciones sobre la muerte, mi libertad última, la de todos. ¿Qué no he pensado en el suicidio? Por supuesto que lo he hecho. Simplemente no me gusta lo que acarrea esa muerte voluntaria: o me vuelvo mártir o cobarde; y ninguno de esos calificativos podrían elevar mi odio hacia la rutina de esta detestable empresa a una especie de manifiesto. Sé que mi posición finita en el engranaje de esta empresa, de mi posible sustitución por alguien joven a quien succionarle los sueños (materia prima de toda institución) y la intimidad (propiedad, actualmente, del público en general), principalmente invadida por el voyerismo de la tecnología. Sé también lo miserable de la existencia a partir del trabajo (trabajo, luego, supuestamente, existo) y de la hipocresía que de esta se genera debido a que el ser del individuo queda desplazado por sus posibilidades de adquisición de capital. Yo he sido capaz de entender estas situaciones a la que muchos llaman relaciones humanas: cariño, amor, tristeza...en base a lo que he experimentado; porque, vivir, solamente es una palabra sujeta a varias interpretaciones, al igual que todas las que construyen nuestro idioma. Tristeza puede que me signifique un estado de ánimo relacionado con esa palabra, es decir, acongojamiento y sensación de infelicidad; probablemente para otras personas, tristeza, sea su contrario. Mi tristeza es mi taza vacía para el café cada mañana que llego a la oficina, mi terno gris que combina con el ambiente pesado y automatizado de mi cubículo, mi silla reclinable y vieja que me permite ver el mismo cielo falso lleno de puntos (cada cielo tiene, de alguna forma, muchas estrellas que contar) que me distrae un poco de las luces fluorescentes que me recuerdan a los anfiteatros. Sí, todo en esta estúpida empresa se configura para matarte el espíritu, o por lo menos, desaparecerlo momentáneamente. Ya con el espíritu muerto, sólo queda lugar para las divagaciones.
sábado, 14 de mayo de 2016
La gran experiencia ochentera
Una fiesta disco ochentera gobernada por falsettos vibrantes entre el recorrido pausado del bajo, con teclados electrónicos que inventan cierto baile clavado en la espina dorsal de cada persona en el Capitol Theatre, resulta el simple preludio para el verdadero comienzo a la fiesta: un señuelo directo al groove de la noche. Pequeños aullidos de lo que próximamente se presentía como el nacimiento de un lobo en una noche inyectada de las punzadas adecuadas de cierto doctor Fink: un cirujano que operaba con gafas oscuras. Las luces negras nos envolvían en el frenesí del baile gobernado por un impaciente ambiente de explosión. Algo más nos comunicaba su guitarra: una Fender telecaster amarilla. Se posó en lo alto de su altar de parlantes para improvisar el inicio de una nueva orgía con todos nosotros, sus asistentes. Los pequeños presagios fueron intensos, ya surtía efecto la imaginación, pero gobernada por delirios de goce, de placer supremo. Ya se incorporaban los inventos de Hoffmann en los pequeños y sordos roces cósmicos de sus manos con su guitarra. Nadie pensaba que desde las verdaderas raíces de las cuerdas, surgieran tantas voces nuevas, tanta paz y ecos cargados de nirvanas, de nuestra absolución, de cada, cada poro de nuestra piel, que era suya. Me pareció verlo hablar consigo mismo mientras paseaba por su cerebro la luz blanca de la acción instintiva; perverso, nos hizo el amor mientras ponía saliva en el brazo de su guitarra. Eyaculó su última nota. Durmió. Fue nuestro amante con su revolución.
Prince - I Wanna Be Your Lover - 01/30/82 - Capitol Theatre
Killer
Solo el ser humano mata por placer, por rayuela. Es cierto, no soy ninguna excepción: soy parte del equilibrio; sin embargo, lo mío sí fue el aleteo de una mariposa. A diferencia de la gran mayoría de la gente sobre este planeta, mi voluntad sí actuó libremente, aunque me digan loco. Mi participación en este absurdo, como todo, ha sido finita. He durado lo mismo que una bruma en el bosque cuando la atacan los primeros rayos del sol. Aquí su única victoria fue el atrapar mi cuerpo; ustedes me protegen, a pesar de todo. Ustedes aplicaron sus leyes, yo ejercí las mías. No son necesarias de sus palabras para que me signifiquen algo, siempre he prestado más atención a la mirada. Los signos que esconden, me comunican más que la voz. Ahora entenderán por qué les cosía las bocas después de arrancarles la lengua. Al eliminarles el verbo, solo podía recurrir a los signos, su parte insegura, parafraseando a Soda. Al matar a tantos (70 personas, aunque hubiera querido que fueran más) creé algo nuevo: diálogo. Cada víctima fue un silencio al que todos quisieron darle voz; lo que no sabían es que, tanto metafórica como literalmente, las voces me las había comido yo, y lograr que las vomitara, ese era el objeto del diálogo. Yo sólo quería, precisaba, de voces, porque la mía sola, todavía, no me basta. La tortura simplemente es parte del proceso lúdico, del divertimento. Sé que me podrán decir que pude liberar a mis víctimas (yo les llamo historias) después de haberles quitado sus lenguas, dejarles su vida muda...¡pero la historia seguiría ahí! Todavía podían contar algo, por lo que preferí archivarlos, uno por uno, en mi biblioteca: en mi cuerpo, que también es un conjunto de historias. Deberé decir, sin ánimo de falsa modestia, que soy un gran devorador de historias. La cuestión es los modos de interpretación de los sucesos.
sábado, 7 de mayo de 2016
El último turno
Eran las 19h37. Había llegado a la Plaza Indoamérica, agitado, después de caminar desde la Facultad de Artes. El último bus, "Águila Dorada", según el vox populi de los barrios la Ofelia, la Kennedy y la Rumiñahui, pasaba, en su último turno de centro a norte, a las 20h00. Desde la Indoamérica hasta la Juan León Mera se hacen, a paso de desesperado, unos 10 minutos. Aceleró y calculó el tiempo con "The Call of Cthulhu"; casi 9 minutos. A la Juan León Mera llegaron, a las 19h45, pero dirigidos desde lados contrarios: en sentido norte-sur, Ernesto Donoso, arquitecto de origen ibarreño de 47 años; salía del Hotel Hilton Colón después de una reunión fallida con su amante, a la cual Donoso acudió borracho gracias a los tragos de la tarde que tomó con un colega; en sentido sur-norte, Roxana Preciado, quiteña de 30 años, estudiante de derecho de la PUCE; recién salía de su universidad cuando escuchó un grito muy agudo desde su facultad; no le prestó atención y se marchó de ahí.
19h45, curvaba a la Juan León Mera por la Jorge Washington. Al ver al hombre y a la mujer llegando a la parada, presintió, que también serían sus compañeros de viaje. 19h47, pasaban simultáneamente dos buses Ca-tar y ninguno de sus anónimos acompañantes hizo señal para que se detuvieran. 19h52, Donoso buscaba su media cajetilla de cigarrillos Belmont en la solapa izquierda de su camisa blanca manchada por el vino tinto que su amante logró derramar antes de marcharse indignada. Encendió un cigarrillo y lo inhaló en una pitada pequeña, nerviosa y cargada de remordimiento. 19h55, Preciado jalaba las mangas de su chompa negra, para, al parecer, protegerse más del frío. 19h57, llegando desde la Av. Patria se podía ver como lentamente avanzaba el "Águila Dorada", exhausta de todos los vuelos del día. 20h00, Donoso hace la señal de parada y abordan el bus las tres primeras personas del último recorrido. Al subir al bus, como de costumbre, se sentó en los asientos finales. Observó que, aunque totalmente vacío el bus, Preciado escogió sentarse al lado contrario de donde él se encontraba. Donoso estaba igualmente en su lado contrario, pero a tres puestos de distancia. Empezó a registrar a la mujer de reojo. Su estatura, aproximadamente 1,60 m., cabello negro largo y tez clara. Lo que le pareció raro fue que, cada tres segundos, pues los contó, la mujer ajustaba su manga derecha mientras miraba fijamente adelante, directamente hacia Donoso. Pensó que el cortejo con ella sería imposible en ese punto. Al pasar por la Plaza Foch, y mientras subían otros tres pasajeros, Preciado continuaba con sus ojos fijos en Donoso. Intuyendo algo un tanto sospechoso, prefirió mantener silencio y escuchar el ambiente del bus. La música de fondo era "Don't You Want Me" de The Human League. Preciado sonrió lentamente mientras de su manga izquierda sacaba una navaja de bolsillo de las que se accionan al apretar un botón que revela la cuchilla. Tarareaba la canción mientras hacía bailar a la daga en su mano al vaivén de "don't you want me, baby?". Pensaba que se trataba de una actitud rara, pero le resultó más perturbador al ver como, entre cada vaivén de su mano, Preciado se relamía los labios ansiosamente. Pasando la Av. Colón, Roxana Preciado se levantó bruscamente de su asiento y se dirigió rápidamente hacia el arquitecto Donoso. No podía creerlo. Con movimientos de brazo totalmente mecánicos, Preciado apuñaló a Donoso en el cuello repetidas veces. Su cuerpo respondió al instinto natural de supervivencia y, al ver el acto realizado de manera brutal, rápida y fría, corrió hacia la puerta de entrada del bus, junto con los otros tres pasajeros, el chofer y la azafata, para escapar. No podía irse del todo. Permaneció fuera del bus el tiempo necesario para observar cómo Preciado, tras las puñaladas, decapitaba a su víctima. Jamás podrá olvidar el momento en el que, sin ninguna expresión en el rostro, Preciado mostraba a su público la cabeza cercenada del difunto arquitecto. Acto seguido, Preciado empezó a canibalizar a su trofeo. Primero extrajo los ojos. Mientras los masticaba, cortaba la nariz y las orejas de su gran filete humano, para luego devorarlos de manera titánica, al igual que lo hizo Cronos con sus hijos. Terminado el festín, ya saciada, Preciado se sentó al lado del cadáver. Colocó su cabeza contra el espaldar y, cerrando sus ojos, empezó a buscar en los bolsillos de su chompa negra lo que sería su último bocado: los pezones rosados de su compañera, Silvia Domínguez, de 23 años, quien fue torturada y canibalizada por Preciado la misma noche.
19h45, curvaba a la Juan León Mera por la Jorge Washington. Al ver al hombre y a la mujer llegando a la parada, presintió, que también serían sus compañeros de viaje. 19h47, pasaban simultáneamente dos buses Ca-tar y ninguno de sus anónimos acompañantes hizo señal para que se detuvieran. 19h52, Donoso buscaba su media cajetilla de cigarrillos Belmont en la solapa izquierda de su camisa blanca manchada por el vino tinto que su amante logró derramar antes de marcharse indignada. Encendió un cigarrillo y lo inhaló en una pitada pequeña, nerviosa y cargada de remordimiento. 19h55, Preciado jalaba las mangas de su chompa negra, para, al parecer, protegerse más del frío. 19h57, llegando desde la Av. Patria se podía ver como lentamente avanzaba el "Águila Dorada", exhausta de todos los vuelos del día. 20h00, Donoso hace la señal de parada y abordan el bus las tres primeras personas del último recorrido. Al subir al bus, como de costumbre, se sentó en los asientos finales. Observó que, aunque totalmente vacío el bus, Preciado escogió sentarse al lado contrario de donde él se encontraba. Donoso estaba igualmente en su lado contrario, pero a tres puestos de distancia. Empezó a registrar a la mujer de reojo. Su estatura, aproximadamente 1,60 m., cabello negro largo y tez clara. Lo que le pareció raro fue que, cada tres segundos, pues los contó, la mujer ajustaba su manga derecha mientras miraba fijamente adelante, directamente hacia Donoso. Pensó que el cortejo con ella sería imposible en ese punto. Al pasar por la Plaza Foch, y mientras subían otros tres pasajeros, Preciado continuaba con sus ojos fijos en Donoso. Intuyendo algo un tanto sospechoso, prefirió mantener silencio y escuchar el ambiente del bus. La música de fondo era "Don't You Want Me" de The Human League. Preciado sonrió lentamente mientras de su manga izquierda sacaba una navaja de bolsillo de las que se accionan al apretar un botón que revela la cuchilla. Tarareaba la canción mientras hacía bailar a la daga en su mano al vaivén de "don't you want me, baby?". Pensaba que se trataba de una actitud rara, pero le resultó más perturbador al ver como, entre cada vaivén de su mano, Preciado se relamía los labios ansiosamente. Pasando la Av. Colón, Roxana Preciado se levantó bruscamente de su asiento y se dirigió rápidamente hacia el arquitecto Donoso. No podía creerlo. Con movimientos de brazo totalmente mecánicos, Preciado apuñaló a Donoso en el cuello repetidas veces. Su cuerpo respondió al instinto natural de supervivencia y, al ver el acto realizado de manera brutal, rápida y fría, corrió hacia la puerta de entrada del bus, junto con los otros tres pasajeros, el chofer y la azafata, para escapar. No podía irse del todo. Permaneció fuera del bus el tiempo necesario para observar cómo Preciado, tras las puñaladas, decapitaba a su víctima. Jamás podrá olvidar el momento en el que, sin ninguna expresión en el rostro, Preciado mostraba a su público la cabeza cercenada del difunto arquitecto. Acto seguido, Preciado empezó a canibalizar a su trofeo. Primero extrajo los ojos. Mientras los masticaba, cortaba la nariz y las orejas de su gran filete humano, para luego devorarlos de manera titánica, al igual que lo hizo Cronos con sus hijos. Terminado el festín, ya saciada, Preciado se sentó al lado del cadáver. Colocó su cabeza contra el espaldar y, cerrando sus ojos, empezó a buscar en los bolsillos de su chompa negra lo que sería su último bocado: los pezones rosados de su compañera, Silvia Domínguez, de 23 años, quien fue torturada y canibalizada por Preciado la misma noche.
domingo, 1 de mayo de 2016
Melancolía
Querida mía:
Me encuentro, nuevamente, en un cuartucho de algún hotel olvidado por la limpieza, el orden y la luz; ya sabes, como yo: un caos completo. Creo que son estos momentos de completa soledad los adecuados para recordarte e imaginarte con todo lo que le resta a mi cerebro de tu amor y tu ternura para salvarme de toda la pestilencia que me obliga a refugiarme en tus antítesis. Sé que probablemente jamás leas esta carta...¡qué digo! ¡JAMÁS LA VAS A LEER! Pero me importa un carajo escribirle a tu olvido; así sé que, por lo menos, quedará en alguna parte muerta en ti que resucitará en algún momento cuando escuches buena música, cuando veas al paisaje mientras vas en el bus o simplemente cuando veas a todos tus cielos y te preguntes: ¿qué es esto que siento encerrado en mi pecho? No es ni un pajarito azul/Bukowski y peor aún algún corazón coraza/Benedetti...soy yo, el que tanto te duele y no quieres dejar ir.
Soy el mismo: soy otro.
Si es que aún respiro, te escribiré, melancolía.
Me encuentro, nuevamente, en un cuartucho de algún hotel olvidado por la limpieza, el orden y la luz; ya sabes, como yo: un caos completo. Creo que son estos momentos de completa soledad los adecuados para recordarte e imaginarte con todo lo que le resta a mi cerebro de tu amor y tu ternura para salvarme de toda la pestilencia que me obliga a refugiarme en tus antítesis. Sé que probablemente jamás leas esta carta...¡qué digo! ¡JAMÁS LA VAS A LEER! Pero me importa un carajo escribirle a tu olvido; así sé que, por lo menos, quedará en alguna parte muerta en ti que resucitará en algún momento cuando escuches buena música, cuando veas al paisaje mientras vas en el bus o simplemente cuando veas a todos tus cielos y te preguntes: ¿qué es esto que siento encerrado en mi pecho? No es ni un pajarito azul/Bukowski y peor aún algún corazón coraza/Benedetti...soy yo, el que tanto te duele y no quieres dejar ir.
Soy el mismo: soy otro.
Si es que aún respiro, te escribiré, melancolía.
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